miércoles, 31 de agosto de 2016

17C.

Estoy en el avión. Me encanta volar. Empecé de grande y no me acuerdo qué sentí la primera vez. No pude parar. Seguramente ya lo hice más veces que mi papá en toda su vida.
Viajo en busca de algo. Viajo para que algo me encuentre. Vacaciones, mini viajes, recitales, trabajo, visitar amigos, ver a mi novia o cualquier otro motivo que se me ocurra. Me cambia de humor. Ahora estoy acá y en un ratito allá. Me parece magia.
Siempre la misma rutina, chequín de días antes, papeles a un folio y a esperar. Llamado a embarque y mis manos que nunca son suficientes para todo lo que torpemente llevo. Saludo a las azafatas haciéndome el no sé qué, envidia de los de las primeras filas y a buscar mi asiento, siempre el 17C.
Hoy se sentó un papá con su hija, me encanta cómo le explica de manera muy adulta todo. Disfruta ese momento de padre e hija un montón. Imagino que deben estar volviendo a casa y los dos aprovechan estar un rato más solos sin mamá. Me imagino haciendo algo parecido y me da vértigo. Abrochen sus cinturones y pongan sus asientos en posición vertical, por favor. El ruido del motor que no me deja pensar y las últimas indicaciones del capitán. Como siempre, instantes antes de despegar, pongo mi disco cábala en el iPod. Y salimos.
Estoy en el avión y me largo a llorar de emoción. Son un montón de cosas todas juntas. Vamos unos bolsos, mochilas, mi mente y yo. En busca de momentos, todos mejores. El vuelo promete ser tranquilo. Estoy feliz como nunca porque pude. Volé una vez más a encontrar lo que buscaba. Y ahí está.

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